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Descripción

Autor: Mariano Medina en un trabajo de investigación organizado junto a José López y Eduardo “Negro” Medina, compañeros de ¡UPA! Músicos en Movimiento.Mariano Medina.
Un recorrido por la forma de interpretar los temas antes, durante y después del paso de Atahualpa Yupanqui por el Cerro Colorado. Con partituras e información nunca antes publicada.

“Se trata de la primera obra que, de manera profunda, da cuenta de la relación de la familia de Atahualpa Yupanqui con Cerro Colorado y sus pobladores; pero además y sobre todo, visibiliza a los guitarreros lugareños contando sus historias, desde aquellos míticos Indio Pachi, Roberto Ramírez y Luis del Cerro, hasta sus discípulos actuales, incluyendo a los hermanos Martínez y a Kolla Chavero”, afirma Medina en su página de Facebook.

Un regalo que enlaza

La mítica llegada de Yupanqui al paraje en 1938, fue contada por él mismo en Los misterios del Cerro Colorado, capítulo X de su libro El canto del Viento. Comienza haciendo alusión a la notoriedad que el lugar ya tenía: “Seguramente cuando Lugones hizo referencia a las grutas pintadas del Cerro Colorado, no imaginó jamás la repercusión que su cita habría de tener en el enjambre de estudiantes y estudiosos de arqueología, folklore y etnología, apasionados buscadores del ayer artístico de las colectividades. Nuestra Córdoba, en el corazón geográfico del ayer argentino, presenta yacimientos arqueológicos ya famosos en el mundo. Nuestra gente, Imbelloni, Aníbal Montes, Lozano, Márquez Miranda, Rex González, han trabajado tenazmente en los distintos Inti-Huasi cordobeses.”

Leopoldo Lugones conoció Cerro Colorado en abril de 1902, animado por su hermano Santiago que ya lo había visitado. Y según Efraín Bischoff, antes aún lo habría hecho el doctor Luis Brackebusch -miembro de la Academia Nacional de Ciencias fundada en Córdoba durante la presidencia de Sarmiento-, pero se desconoce si éste llegó a ver las pictografías.

Lugones ascendió al cerro conocido como Inti Huasi (Casa del Sol), e impresionado por las pinturas, regresó en febrero de 1903 con lápiz y papel. Lo ayudaron a trasladarse unos jóvenes de apellido Vigil, de Caminiaga. Sus anotaciones y dibujos se convirtieron en el artículo que publicó el diario La Nación el 26 de marzo de ese año, Las grutas de Cerro Colorado / Una excursión campestre, dando a conocer públicamente esta riqueza patrimonial.

Muchos han contado la llegada de Yupanqui y su aquerenciamiento. Su hijo Kolla Chavero lo hace de esta manera: “Mi Tata había dejado su Tucumán adoptivo por diferencias políticas con personas allegadas que habían empezado a simpatizar con el fascismo. Entonces, unos amigos de la ciudad de Córdoba, amantes de lo criollo, le propusieron conocer un paraje con pinturas aborígenes, a las que había referido Leopoldo Lugones, uno de los grandes escritores argentinos. Así fue como llegó aquí. Era un paraje prácticamente deshabitado, de dos o tres casas, con criollos que ´bajaban´ desde los campos serranos a hacer sus compras para la semana a caballo o en sulky, armaban ruedas para conversar, vinito de por medio y por ahí aparecía una guitarra y, como varios de ellos eran guitarreros, alegrías penas y esperanzas se iban desgranando por un rato, mientras la noche pasaba con su tranco lento.

Mi padre empezó a regresar al Cerro en varias ocasiones para compartir la simple vida rural. Uno de los guitarreros del pago, Patricio Barrera, le preguntó si no podía ir alguna vez a su casa pues su padre estaba postrado y quería escuchar su guitarra. Así lo hizo, no una, sino varias veces, y el hombre, agradecido le regaló ese pedacito de tierra, esa esquina maravillosa que hacen el río y la sierra y que hoy es Agua Escondida”.

Según el mismo Yupanqui (capitulo Cerro Colorado del libro póstumo Este largo Camino), el regalo habría sido concedido en 1939, con estas palabras de Eustacio Barrera: “Elíjase usted un lugar, tire el lazo, tres lazos por tres lazos, para que después se haga un rancho y pueda vivir un tiempo tranquilo, ya que tanto le gusta por acá…”

El afecto y la admiración con los que Yupanqui describe a don Eustacio en ese mismo libro, son dignas de trascribir: “Todos los días, a las cuatro de la tarde, mi compromiso era ir a cantarle a ese señor que estaba paralítico, un señor muy criollo, muy gaucho. De los que usan el puñal y lo ponen bajo la almohada”. Cuando se levantaba, se sentaba en el catre, sacaba el puñal y se lo ponía en la boca, “recién después se ponía los pantalones. Y esperaba sentado que su hijo le diera unos mates y una toalla mojada para lavarse la cara”.

En ese rincón Yupanqui logró “amontonar las pobrezas”: tuvo una majadita que trabajaron sus vecinos Bustos como “medieros”, un par de caballos “y un almacenero que fía”. Allí, en las escasas temporadas que compartió con hijo o nietos, intentó “mostrarles lo que la ciudad no les puede ofrecer: cómo crece el maíz, cómo pueden ellos ordeñar sus cabras o que los duraznos y los higos no salen de la frutera. Puedo salvarlos de esa cosa un poco enajenada donde tampoco nadie es niño” (Entrevista de Paraná Sendros). Esa actitud parece haberla tenido también con los hijos de los amigos, como la pequeña “Monona” Elías, a quien conoció cuando tenía 5 años y luego fue una de sus grandes colaboradoras. Entrevistada por Soledad Vaca en 2002, ella cuenta: “Cuando era chica caminábamos por las piedras del cerro y él, poniéndose a la altura de mi comprensión, me decía: ¿Ves esas huellas en la piedra? Son las huellas del sol. Y yo, hasta el día de hoy, cuando camino por allí pongo los pies por esas huellas y me parece sentir un calor que me ordena que hay que seguir adelante”.

Durante su vida y como toda persona, tanto recluido como en libertad de movimiento, Yupanqui tuvo euforias y depresiones. El cerro, al menos durante ciertos períodos, le dio contención y fuerza para seguir y crear. Estando prohibido, le escribe desde Agua Escondida al payador entrerriano Carlos Echazarreta (8/12/1952): “Soy optimista, creo en el triunfo de la justicia. Y verá usted, amigo, que hemos algún día de evocar estas horas grises, que no son ni nuevas ni viejas, son las luchas de siempre, son la vida, y a veces significan la sal de la vida. Por ahora, leo todo lo que puedo y estudio diariamente cosas en la guitarra. Estoy atravesando una etapa litúrgica. Busco los temas religiosos en las vidalas antiguas, y gozo con la armonía tejida sobre los ayes líricos de nuestros campesinos del norte. La música me da vueltas en la cabeza, me quita el sueño y a veces tengo que levantarme a realizar algo, o a intentar algo. […] Alterno estas actividades hachando leña, reparando cascos, o curando una potranca despeñada sobre montes de espina. Tengo salud, agua y sol. Enseño a mi chango el nombre de los yuyos, árboles y el pelo de cada bagual. Palomas, tordos y zorzales comen junto a mis gallinas. El cerro está verde, ha llovido lindo, y las chacras de maíz hacen sonreír esperanzados a los hombres del pago. Amo este rincón donde amontoné mis pobrezas, y vivo, desde las seis de la mañana, olfateando gramillas y chañares florecidos. Me son familiares cada relincho, cada galope, cada chiflido. Esta es mi academia, mi conservatorio, mi atalaya”.

Otras muchas citas refuerzan estos sentires. Elegimos sólo una más, que nos parece significativa: “Quisiera disfrutar de mi casa, cambiar el agua de España y Francia por la límpida y cristalina agua de manantial que hay detrás de mi rancho. Cada vez que bebo de esa vertiente siento que es la mejor del mundo. Tiene algo de particular, un sabor mineral distinto. Y eso tal vez sea porque la bebo allí donde florece desde la piedra y no en una confitería”. (Entrevista de H. Ramos, 1969).

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